“Hace ya dos decadas que regresé a México mi amado país, después de que el destino y el amor me llevaron siguiendo a mi esposo, el Dr. Hussein Beshir de nacionalidad etíope, en un momento crucial en la vida política de ese país, donde él no vaciló ni por un instante en acudir a prestar sus servicios como médico, retribuyendo con ello la enorme oportunidad que Etiopía le brindó, al otorgarle una beca para estudiar la carrera de médico en nuestro país, aún cuando ya habiamos formado una familia en México.

 

Sin detenerme a pensar en los peligros a los que me enfrentaría al llegar a un país en guerra, nos establecimos en la Provincia de Harar, con mis pequeñas hijas Alem y Jessica de 2 y 6 años respectivamente. A pesar de las enormes diferencias en idioma, costumbres y cultura logramos adaptarnos y llegamos a amar a Etiopía, país que, más allá de sufrir carencias y pobreza, vivía un profundo dolor ante las pérdidas que día a día enlutaban a miles y miles de familias como resultado de la cruenta guerra.

 

Toda esta adversidad logró en mí un crecimiento en todos los órdenes del desarrollo humano, reafirmó mí profundo sentido del deber y de solidaridad que ciertamente poseemos todos los mexicanos. Rápidamente descubrí que era capaz de crear momentos felices a través del juego y del aprendizaje al grupo más vulnerable de todas las sociedades del mundo: la niñez. Como todos los inicios, éste fue increíblemente difícil, sin embargo para esta tarea conté con el apoyo de gente maravillosa, como fué el general cubano Arnaldo Ochoa (q.e.p.d.) quién al mando de un grupo de soldados cubanos construyeron un galerón con materiales de desecho: láminas, alambre y maderas.

 

Una vez terminado me tomó casi un mes aplanar el piso de tierra utilizando agua y un pesado rodillo, (pensar en un piso firme de cemento era una gran pretensión). Con puertas viejas logramos adaptar un pizarrón y de aquel montón de chatarra, surgieron bancas y mesas.

 

La siguiente fase era proveer de cuadernos a los niños, el general Ochoa me había donado una gran cantidad de hojas de papel revolución, lápices y crayolas. Con flores que ponía a secar al sol y molía después en un mortero hacía mezclas y pintaba el papel para tener material y empezar mi trabajo con los niños. Al fin, en un glorioso día para mí, abrí las puertas del jardín de niños en Harar. Poco a poco venciendo el recelo de las madres logré que enviaran a sus pequeños hijos a jugar con la “Fereng Astamari” que en el idioma amárico (idioma original de Etiopía) significa “la maestra extranjera”.

 

Después de catorce años de vivir en Etiopía volvímos a casa. Ahora siendo seis en la familia, pues en Harar nacieron Annie y nuestro único hijo varón, Renier.

 

De regreso a México nos enfrentamos a la lucha de encontrar trabajo y sacar a nuestros hijos adelante, pasaron tres años hasta que mi esposo logró obtener su permiso para ejercer su profesión. En tanto me desempeñe  como secretaria, asistente e interprete traductora en la embajada de Etiopía en México. Combinaba mi trabajo en la embajada con clases de inglés a domicilio y prestando mis servicios como maestra en diferentes escuelas privadas.

 

Desde mi regreso pude observar que el núcleo más importante de nuestra sociedad, la familia, se debilitaba debido a la mala economía del país, que obligaba a las madres de familia a salir de su hogar para apoyar el ingreso familiar, dando como resultado que nuestros niños tengan que crecer solos, vulnerables y expuestos a múltiples peligros. Con esta imagen y mi ferviente deseo de abrir un espacio donde mi labor educativa pudiera continuar, fué que un día sin un capital de respaldo, renté una casa y continué aquel trabajo que inicié con tanto amor en Etiopía.

 

 

Ana Martha Valdivia Nava

Directora General